2. Fetuccini pirata

Ya eres mayorcita. Deja de llorar. La imagen que te devuelve el espejo te resulta bastante patética, es cierto, pero aún con el rimmel corrido y los ojos hinchados, a pesar de la mancha de tomate frito que luce tu blusa de Adolfo Domínguez, sigues teniendo un aspecto increíble. Siempre has sido guapa, para qué negarlo. Cualquier trapo, por andrajoso que sea, te sienta de maravilla, y apenas necesitas maquillaje para resaltar la armonía de tu rostro. Qué coño, estás buenísima. Lo sabes tú, lo sabe el idiota de Adrián y lo sabe ese camarero que no ha dejado de lanzarte miradas lascivas desde que entraste por la puerta del restaurante. Lo sé hasta yo que, en teoría, no existo. Eso es, sonríe. Poco a poco. Suénate los mocos y límpiate la cara. No puedes volver así a la mesa. De lo contrario, el idiota pensaría que estás disgustada por su culpa. No, te morirías antes de que Adrián supiese que es, efectivamente, tan importante para ti como para llorar por él. Recomponte.

De todos modos, y si no es indiscreción; ¿por qué lloras? Vale que tienes razones de sobra y no pocos motivos para elegir, eso seguro. Pero aquí y ahora, en el estrecho cuarto de baño de un restaurante italiano de medio pelo, bajo la luz de un fluorescente que amenaza con apagarse de un momento a otro, ¿por qué lloras?
En el fondo, tú sabes por qué y, por tanto, yo también, pero como parece que todavía no estás dispuesta a reconocerlo, yo tampoco me animo a decírtelo. De momento, al menos.


Terminas de borrar todo rastro de ataque de pánico de tu cara y haces lo que puedes con la mancha de tomate. Te abrochas la americana y supones que si no te mueves demasiado, quizá la mancha no salga a la luz. Estás lista para volver a disfrutar de tus fetuccini pirata. Sin embargo, algo te retiene aquí dentro. 
No es la funesta perspectiva de tener que volver a escuchar estoica —y por quincuagésima vez en lo que va de noche— alguna de las batallitas ebrias de Adrián. No es la mirada de violador en potencia del camarero que atiende vuestra mesa. Y definitivamente, tampoco es el ruido ambiente del local ni los gritos y pataleos de los dos críos de la mesa de al lado. No. Lo que te retiene en este cuarto de baño mal decorado —y algo sucio—, es tu propio reflejo. ¿Verdad?
Sí. Algo ha cambiado desde la última vez que te miraste al espejo, antes de salir de casa por la tarde. Te notas diferente, extraña, ajena a tu propia piel de porcelana, a tus pechos abultados y a tu generosa cadera. No te reconoces.
O mejor dicho, sí lo haces. Y, precisamente, eso es lo que te desconcierta. Esa, la del espejo, la del pelo largo y oscuro sobre los hombros, la que ladea la cabeza a derecha y a izquierda, la que te mira con ojos de cordero degollado, no eres tú. No has visto a esa persona en tu puta vida. Estás segura de ello. Y sin embargo, ahí está, ocupando el lugar de la mujer que sabes que eres. Te  preguntas si, quizá, te estás volviendo loca. Te preguntas si, a lo mejor…
Suena el móvil.
Lo sacas del bolsillo de la americana y miras lacónica la pantalla. Es tu madre. Deberías contestar. Hace tiempo que no habláis. Quizá haya pasado algo... Aunque, para ser honestos con la verdad, en realidad, te importa una mierda lo que haya podido pasar o no pasar.

¿Lo coges o bloqueas la llamada?

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