3. No lo coges

Bloqueas la llamada y sales del baño. Ya la llamarás mañana. O cuando sea. Le das la espalda a tu reflejo y sales del baño, por fin. Adrián te espera en la misma mesa, con la misma cara de admiración hacia sí mismo y engullendo, sin ninguna delicadeza, la misma pizza carbonara. Una aberración para cualquier italiano que se precie y una aberración también para ti, al menos desde que proclamaste al mundo tú conversión alimenticia a una dieta basada en vegetales hace menos de tres semanas.
Le observas según te acercas a tu asiento y, de repente y sin previo aviso, sientes unas ganas horribles de clavarle el tenedor –que no está usando– en uno de sus preciosos ojos verdes aguamarina. No, perdón, eso es lo que siento yo. De lo que tienes ganas tú, también desesperadas, es de pedir la cuenta y marcharte de allí. Te preguntas si, está vez, también te tocará pagar a ti.

—¿Qué? ¿Te ha costado? —te pregunta con la boca llena mientras te sientas, asegurándote de que la americana está en su sitio y cumple su misión: ocultar la mancha de tomate.
—¿El qué?
—Mear, joder, qué va a ser —Mastica—. Llevas ahí dentro una eternidad —Traga.
Te encoges de hombros y, en vez de clavarle el tenedor en el ojo derecho, apartas con él un par de gambas. Enrollas los fettuccini despacio, como si de pronto y sin aparente explicación, el hambre con que habías llegado al restaurante se hubiera esfumado.
—Me ha llamado mi madre —susurras.
—¿Y?
—No sé, no lo he cogido.
Adrián pone los ojos en blanco y sigue comiendo.
—¿Por qué has tardado tanto, entonces?
«Porque creo que alguien ha robado mi cuerpo», piensas.
—Se me ha caído una lentilla —dices.
—No sabía que usaras lentillas.

Asientes. Tiene cojones, ¿no? ¿Cuánto tiempo llevas saliendo con el megalomaníaco este de los ojos verdes? Dos meses, quizá tres. Os veis prácticamente a diario y te folla contra la pared una noche sí y otra no. Y con todo, ¿no sabe que eres miope? Sonríes. ¿Qué estás haciendo con él? Das un sorbo a tu copa de un Lambrusco bastante mediocre y tragas. ¿Deberías dejarle? Seguramente. ¿Lo harás? Probablemente no. Al menos, no esta noche. Hoy necesitas algo de calor, por distante que sea, alguien que te coma con los ojos y con la lengua y con la boca. Que te empotre contra el cabecero de la cama y se corra en tus tetas mientas tú acabas con los dedos. Le vas a dejar, sí. Pero hoy no. Hoy quieres follar. Mañana podrás buscar a alguien mejor. Porque seguro que hay algo mejor ahí fuera, ¿no?


Media hora más tarde, sales del restaurante cogida del brazo de Adrián y con un vale regalo para una cena que el camarero-violador te ha entregado como compensación por haberte tirado encima un plato de albóndigas con tomate. Te ruge el estómago. Apenas has comido y esperas que eso no repercuta en tu rendimiento sexual. Qué tontería. O no, Daniela siempre dice que la nutrición tiene una influencia directa en la calidad del coito. Pero claro, qué va a decir ella, que es nutricionista y está a punto de casarse con un sexólogo de metro noventa y bíceps perfectamente definidos. La muy puta. Cuánta envidia sientes por ella, y qué poco eres consciente.
Tú prefieres coger un taxi, pero Adrián se ha empeñado en pasear. Así que, naturalmente, ya vais calle abajo, de la mano. Sientes sus dedos entre los tuyos como pequeñas serpientes, escurridizos y algo húmedos. Te está contando alguna estúpida e inconexa anécdota sobre su jefe. No le escuchas porque no te interesas, pero las palabras "lefa" y "hamburguesa" llegan a tus oídos para alejarte del recuerdo de aquella otra tú qué viste en el espejo. ¿En qué contexto hamburguesa y lefa podían estar juntas en la misma frase? Si era algún tipo de filia, no querías conocerla. Lo ignoras y, para evitar pensar en la mujer del espejo, imaginas qué harás una vez pongas un pie dentro del piso de Adrián. Te quitarás los zapatos y dejarás que te arranque la falda. O mejor, te desabrocharás la blusa y te bajarás las bragas sin quitarte la falda si quiera. O, mejor aún, te arrodillarás y...

—¿Me estás escuchando?
Adrián está frente a ti, parado en mitad de la calle, con el ceño fruncido y las manos sobre tus hombros. ¿Acaba de zarandearte el muy capullo? Le miras extrañada. ¿Has oído algo de lo que acaba de decir? No, claro que no. Estabas perdida en los recovecos de tu cochina cabecita. Últimamente te pasa mucho, ¿te has dado cuenta?
—¿Has entendido lo que te acabo de decir? —pregunta de nuevo.
—No, perdona, estaba distraída. ¿Qué decías?

Pone los ojos en blanco y separa cada sílaba de cada palabra como si le hablara a un niño especialmente corto:
—Te digo que tenemos que dejar de vernos. ¿Entiendes?
—¿Qué?
Le miras intrigada. ¿Perdona...? ¿Te deja ÉL a ti? ¿Se te ha adelantado? No, desde luego que no lo entiendes.
Adrián suspira.
—Mira, nos hemos divertido, eso es indiscutible. Han sido unos meses brutales, ya me entiendes —Te guiña un ojo en un fracasado alarde de galantería—, pero se tiene que acabar.
—¿Por qué? —aciertas a preguntar.
—Me caso. —Silencio—. El mes que viene.

¿Que se casa? ¿Con quién? ¿Qué está pasando? Debe ser algún tipo de malentendido, te está gastando una broma. Seguro. Aunque, la verdad, parece bastante convencido de lo que dice. Fuerzas al cerebro a abrir el archivo de momentos pasados con y sin él, a recopilar y revisar posibles pistas, detalles que en su momento pasaste por alto a pesar de que gritaban «eh, colega, tú eres la otra». Pasan a toda leche por tu retina mensajes de whatsapp del tipo «trabajo hasta tarde» o respuestas tan manidas como «yo también». Recuerdas que, más de dos y de tres veces, ha salido de la habitación para contestar el teléfono o «un correo súper importante». Será gilipollas. ¿Por qué no te dijo desde el primer momento que salía con alguien más? Hubieras sabido manejarlo. Te hubiera dado igual, de hecho. Adrián nunca te había importado una mierda en realidad. Solo querías tenerle cerca para desahogarte ocasionalmente, física y mentalmente. Pero ahora que sabes que ha estado jugando a dos bandas —o a tres o cuatro, a saber—, empiezas a cabrearte. Y mucho. Ahora eres tú la que tienes ganas de clavarle lo primero que encuentres en el ojo derecho. Pero, ¿lo harás?


>>TE QUITAS EL ZAPATO, FURIOSA, Y LE ATIZAS CON ÉL HASTA QUEDARTE A GUSTO (próximamente)
>> COGES AIRE, LE DAS LAS BUENAS NOCHES Y GIRAS SOBRE TUS TALONES PARA MARCHARTE POR DONDE HAS VENIDO (próximamente)

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